domingo, 13 de junio de 2010

El hombre que seguía al Sol

Las primeras luces de la mañana iluminaban al joven leñador que, como era habitual en él, había madrugado para iniciar su dura jornada de trabajo. Los rayos del Sol acariciaban sus curtidos músculos haciéndole sentir una calidez que raramente podía sentir, pues la soledad había sido su elección. Ni amaba ni odiaba al resto del mundo, simplemente lo ignoraba. Su único contacto con otras personas era estrictamente comercial, cuando repartía haces de leña a aldeas vecinas.

Como cada mañana, dirigió su mirada a la cegadora luz que penetraba en sus ojos inundándolo en un mar de dudas. ¿De dónde venía aquella enorme bola de fuego? ¿Hacia dónde se dirigía cuando las estrellas aparecían en el firmamento? A pesar de ello, su única preocupación al final del día era poder contemplar al día siguiente el majestuoso espectáculo del amanecer.

Los robles y las encinas habían sido generosos aquel año, proporcionándole una más que considerable cantidad de leña y de una calidad excelente. Apenas habían pasado un par de horas y ya contaba con una cantidad de leña suficiente para poder regresar a su hogar, así podía dedicar el día a otros menesteres. Caminó a paso lento, contemplando la belleza de los bosques en esa época del año y canturreando melodías sin sentido que aligeraban la pesada carga que llevaba a sus espaldas.

Al final de aquel camino se encontraba su pequeña casa de madera. Él mismo la había construido, mejorándola y transformándola día a día. Era su particular proyecto inconcluso, propio de todos y cada uno de los seres humanos. Sabemos cuándo empieza, pero no sabemos cuándo acabará, pues realmente le ponemos tanto esfuerzo e ilusión que deseamos que su final jamás llegue. Por un instante, recordó el momento en el que empezó a construirla. Contaba con doce años de edad y fue por necesidad, pues sus padres murieron asesinados por unos bandidos. Pero ésa es otra historia, digna de ser contada en otro momento.

Colocó la leña en su montón, enorgulleciéndose de la abundante cantidad que había conseguido en tan poco tiempo. Comió unos huevos y algo de pan y no perdió la oportunidad de echarse una pequeña siesta disfrutando de la apacible brisa que se colaba por sus ventanas.

Despertó horas más tarde. El trabajo de los últimos días había hecho mella en él y su cuerpo necesitaba reposo. Realmente no creía que había perdido el tiempo, sino más bien lo contrario. El Sol aún brillaba en el cielo y no pensaba desaprovechar ese presente divino.

A un par de millas de allí se encontraba un lago al que raramente alguien se acercaba, a excepción de unos pocos pescadores que se dejaban ver los primeros días de mayo, coincidiendo con la festividad de la primavera de la aldea de Fangus. Tentado por un relajante baño, se acercó al lago. Recorrió el camino sin prisa alguna, con una permanente sonrisa en sus labios. El tiempo parecía haberse detenido. Una vez allí, comprobó que se encontraba solo ante aquel pequeño paraíso. Se despojó de sus gastadas ropas y se introdujo en el lago, saboreando todos y cada uno de los pasos que daba, dejándose cubrir lentamente. Dentro, parecía que las discretas corrientes de agua arrastraran su suciedad y sus problemas, llevándolos a lo más profundo.

Era la hora. El Sol empezaba a descender tras las montañas. Era un momento triste, incluso trágico. El joven se sentía frustrado por no poder alargar la compañía de su mejor y único amigo. Temía a la noche. Debía regresar a casa.

¿Cómo podía dormir con el mundo a oscuras ahí fuera? ¿Volvería a ver el amanecer? A pesar de sus dudas, logró conciliar el sueño y despertar para contemplar un nuevo día. Era viernes, y como cada viernes, debía dirigirse a Vistrel a hacer su reparto.

Vistrel era la más grande de las aldeas donde comerciaba, pero también la más alejada de su amado hogar. Sin embargo, valía la pena caminar tantas horas, pues eran muchos los aldeanos que utilizaban sus servicios además de ser los más generosos con sus propinas.

Era ya tarde cuando le entregó al señor Gaus, el último de sus clientes, su haz de leña. Volver a casa le parecía algo casi lejano. Inclinó su cabeza hacia arriba y miró al cielo. Y allí estaba él, brillante y seductor, invitándole a acompañarle en sus aventuras. El leñador no lo dudó. Dejó su hogar a sus espaldas y emprendió un nuevo camino. Qué importaba la leña, el lago o las ardillas. Una puerta se había abierto frente a él, aunque jamás cerró la que dejó tras de sí.

Nunca había llegado tan lejos. Un paso hacia adelante era un paso más alejado de todo aquello que conocía y un paso hacia la inquietante inmensidad de este mundo lleno de sorpresas. Caminaba tan rápido como sus piernas le permitían, pero su amigo corría a una velocidad inalcanzable.

Todo acto tiene consecuencias. Era el momento de enfrentarse a la oscuridad, pero era un precio ridículo que tenía que pagar por perseguir sus sueños. Estaba demasiado cansado para pensar y sin pensar no se puede tener miedo.

Y así fue como el leñador dejó el hacha a un lado para buscar lo que nunca había perdido y encontrar lo que nunca había esperado. Recorrió valles y montañas, ríos y puentes, bosques y desiertos, luz y oscuridad. Era un camino aparentemente infinito, pero el joven se dio cuenta de que se equivocaba.

Tras unas dunas apareció el mayor lago que sus ojos habían visto. Se trataba de la poderosa mar, hogar de criaturas con las que ni siquiera se había atrevido a soñar. Se deshizo de sus zapatos e introdujo los pies en el agua. Por primera vez en mucho tiempo, se detuvo a analizar la situación. ¿Hasta qué punto conseguiría llegar a nado? ¿Qué ocurriría cuando llegara la noche? De repente, sus pensamientos quedaron apartados por una misteriosa aparición.

De entre las aguas surgió una bella mujer de pelo largo completamente desnuda. La mujer miraba al cielo. El joven hizo lo mismo y comprendió quién era. Junto al Sol, navegaba en las pacíficas aguas del Universo la Dama de la Noche, radiante y espléndida. Ambos bajaron la mirada y contemplaron en el interior de sus ojos. La mujer que seguía a la Luna se acercó unos pasos hacia el joven y la oscuridad se hizo antes de hora. Sus labios rozaron los del joven hasta fundirse en el más dulce y misterioso beso jamás conocido. A medida que la luz del Sol se apagaba, la llama de la pasión se encendía iluminando el corazón de dos almas solitarias que habían dejado de serlo por unos instantes.

Los rayos del Sol volvieron tímidamente haciéndose cada vez más fuertes y poderosos. Los labios de los jóvenes se separaron. La mujer que seguía a la Luna prosiguió con su camino, pero el leñador se detuvo a disfrutar de ese nuevo amanecer. Sin mirar atrás, se introdujo en el agua y, armado de valor, se dirigió a su destino. No importaba si le llevaba al sufrimiento o a la muerte. La esperanza de reencontrarse con la hija de la Luna era el único combustible que necesitaba.


Nota del autor: Este relato ha sido publicado con anterioridad en el blog Escritores en la sombra, gracias a Carolina Márquez.

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