domingo, 22 de agosto de 2010

El geriátrico de las muñecas rotas

-Hace un calor infernal aquí dentro -comentaba Michelle tras beberse las últimas y casi inapreciables gotas de su Black Russian-. ¡Que alguien me traiga otro! 
Sus peticiones fueron ignoradas. Se levantó de la silla de ruedas y se dirigió a la barra de la sala polivalente. 
-¡Camarero! ¡Camarero! ¡¿Dónde diablos está el camarero?! 
Gina se acercó por detrás y le dio un toquecito en la espalda. 
-Querida, ¿no crees que has bebido suficiente? 
-¿Acaso me ves tirada por los suelos ahogándome en mi propio vómito? Cuando me veas así, estaré a dos copas de distancia de haber bebido suficiente. 
-Tú y tu ego… 
-Tú y tu pseudocompasión por los demás… Si ya no puedo ser lo que era nunca más, al menos déjame bebiendo en una esquina. Es lo más cerca que se me permite estar de la felicidad. 
-¿Sabes por qué estás aquí? 
-Por lo mismo que tú, por lo mismo que todas… Ya no servimos para lo que fuimos preparadas. La sociedad no tiene un hueco para nosotras. Nuestro destino es vivir muertas de asco entre estas cuatro paredes mientras las jóvenes se abren camino en el mundo que nosotras creamos. 
-Sabías perfectamente dónde te estabas metiendo cuando empezaste. 
-Tenía diecisiete años, una talla 36 y unas piernas insultantemente largas. Me creía inmortal ¿Qué iba a hacer? Necesitaba el dinero y vi que podía obtenerlo con lo único que sabía hacer. ¿Y sabes qué? Durante un tiempo sentí que era la mejor. ¡La mejor! 
-Deja de vivir en el pasado y vente a comer. La cena está servida. 
Las demás “chicas” se encontraban sentadas en sus sillas mientras esperaban a Michelle para cenar. No aparecía. Súbitamente, las luces se apagaron y un misterioso y hasta ahora inapreciado foco iluminó la única mesa vacía. La música empezó a sonar y unas arrugadas pantorrillas luchaban por subir a la mesa. Era Michelle, en su último baile, demostrando que sus aptitudes artísticas se encontraban más que mermadas. Murió de un derrame cerebral, no sin antes aprender que la vida de una bailarina acaba cuando aparecen las primeras patas de gallo. Y es que todos nos preguntamos constantemente: ¿Adónde van las bailarinas cuando ya no pueden bailar más?

jueves, 1 de julio de 2010

La última voluntad del Señor Larroque

Queridos hijos, nietos, biznietos y demás prole:

Si estáis leyendo esta carta, significará que habré muerto. Siempre quise escribir algo así, ya me conocéis. No voy a deciros qué hacer con mis pertenencias y mis riquezas, pues siempre fui un hombre bastante sencillo y encontraréis poco o nada. Eso sí, no os lo voy a poner fácil. Aquí tenéis una lista de sugerencias que deberán ser cumplidas en mi funeral.

En mi último adiós, quiero que estén a mi alrededor todos aquéllos que fueron importantes en mi vida. Será vuestro trabajo localizarlos y reunirlos a todos. Según mis cuentas, son 144, ni uno más, ni uno menos, y deberán estar todos.

El lugar os lo dejo a vuestra elección, pero deberá cumplir una serie de condiciones. A saber: deberá ser en un valle natural, rodeado de árboles y junto a un arroyo. El arroyo deberá ser afluente de otro río que lleve directamente al Mar Mediterráneo.

Una vez todos reunidos en el lugar citado, se formarán dos filas de 72 personas a cada lado, las cuáles deberán ser ordenadas por edad. Entre las dos filas, un coche de caballos sin jinete recorrerá el largo pasillo portando mis restos mortales en un ferétro azul cielo de madera de nogal pintada con lo siguiente grabado: "Del engaño, llévame a la verdad; de la oscuridad, llévame a luz; de la muerte, llévame a la inmortalidad". Por supuesto, deberá estar grabado en Sánscrito, tal y como aparece en los Upanishads.

Cuando los caballos hayan recorrido el pasillo, los cuatro asistentes mayores, esto es, las dos primeras personas de cada fila, recogerán mi ferétro y lo posaran sobre un altar preparado para la ocasión. Lo abrirán y extraerán de él el borrador de la única novela que tuve voluntad de escribir durante toda mi vida, la cuál será introducida en el féretro previamente. Podréis encontrarla en mi caja fuerte, junto a las joyas de mi bisabuela, que, con toda probabilidad, ya habrán sido vendidas. Del mayor de los cuatro será labor de leerla en voz alta únicamente para los asistentes al funeral. Dicha lectura no podrá ser grabada de ninguna manera y bajo ningún concepto en cualquier tipo de soporte audiovisual, si no en la memoria de todos y cada uno de ellos.

Tras acabar la lectura, se procederá a devolver la novela al féretro y hacerlo arder junto a mis miembros marchitos hasta que sólo queden las cenizas, las cuáles serán arrojadas al arroyo tras la ceremonia.

Éste es mi deseo y ésta es mi voluntad. Espero que seáis fieles a mi persona y, sobretodo, a mi recuerdo.

Atentamente,
Hórace Larroque

sábado, 19 de junio de 2010

La máquina del tiempo - Parte II

El verde de los ojos de Giselle no podía verse, pues estaban cerrados. Se encontraba encerrada en un ataúd a dos metros bajo tierra. Sin embargo, no estaba muerta. Su respiración se volvió irregular y su mente se iba alejando de una ensoñación psicotrópica ajena a su voluntad. Entonces, despertó. 

No sabía dónde se encontraba. Gritó durante horas hasta que obtuvo respuesta. Un fornido enterrador llamado James le arrancó de los brazos de la Muerte. 
-Gracias. Ojalá pudiera pagártelo de alguna manera. 
-Tu supervivencia es suficiente recompensa para mí. Eso y el recuerdo de tus ojos verdes que iluminarán mis noches aquí en el cementerio. 
Sin mediar ninguna palabra más, Giselle se alejó echando un último vistazo a su tumba y esbozando una sonrisa mientras los nombres de Tarantino y Paula Schultz flotaban en su cabeza. 

Giselle se dirigió a una cabina telefónica y llamó a Gabriel. No obtuvo respuesta. Llamó entonces a su buen amigo Mike. 
-Mike, soy Giselle. 
-¡Dios mío! ¡Estás viva! 
-Sí, pero no se lo puedes decir a nadie. ¿Podrías comprobarme una matrícula? 
-Sólo si prometes tomarte un café conmigo y me lo cuentas todo. 
-Eso está hecho. Apunta: 51965 COD. 
-Lo tengo. Thomas Anderson. 
Y, tras darle la dirección, Giselle se dirigió a la casa de su casi homicida. 

Dos toques en la puerta. Siete segundos después, Thomas abrió. 
-¿Señor Anderson? Parece que ésta es la noche de los muertos vivientes… 
-¡Tú! 
Antes de que pudiera darse cuenta, Giselle fue golpeada y llevada al sótano de la casa mientras intentaba desprenderse de los brazos de Thomas. Una vez abajo, el señor Anderson la soltó violentamente en el suelo. 
-¿Por qué me haces esto? 
-Cuando te golpeé con el coche, mi mundo se vino abajo. Iba borracho y sin seguro. Si hubiera llamado a la policía, me hubieran encarcelado. Aproveché que estabas inconsciente para enterrarte viva. Tuve que pagar a los forenses, no tenía más remedio. No esperaba que acabara así… 
-¿Qué vas a hacerme ahora? 
-Nada, aunque dejarte escapar no es una opción. 
-Tarde o temprano, Gabriel me encontrará. 
-Esperemos que sea tarde entonces. 

Y así fue. Giselle pasó en ese sótano doce años, once meses y tres días sin intercambiar palabra con su secuestrador hasta que Thomas tuvo algo que contarle. 
-Hola, Giselle. 
Giselle no contestó. 
-He estado siguiendo a tu novio, sólo por si acaso, y no vas a dar crédito de lo que piensa hacer. Quiere viajar en el tiempo para recuperarte. En estos momentos, se está dirigiendo al almacén de Monsieur Talouc. ¿Puedes creerlo? 
La Diosa Fortuna sonrió a Giselle. Thomas Anderson murió de un ataque cardíaco mientras el de la chica empezaba a latir al ritmo del de su amado. Vio la luz al final del túnel y corrió hacia ella. 

Giselle irrumpió en el almacén gritando el nombre de Gabriel repetidamente. Y allí estaba él, moribundo, viendo su sueño cumplido de reencontrarse con su amada. Ya podía morir más que feliz, realizado. Y así lo hizo.

viernes, 18 de junio de 2010

La máquina del tiempo - Parte I

Doce años, once meses y diez días. Ése fue el tiempo que tardó Gabriel en contactar con Monsieur Talouc tras la muerte de su esposa en aquel trágico incidente. Una nota en su buzón bastó para dar comienzo al principio del fin.


Estimado Gabriel: 

Acabo de recibir su carta y debo advertirle de los peligros de los viajes en el tiempo. Giselle ha fallecido, quiero que lo tenga en cuenta en todo momento. Nada va a cambiar ese hecho. Sin embargo, puedo ayudarle a reencontrarse con ella si está dispuesto a formar parte de mi proyecto experimental y exponer su integridad física y mental a lo que está por venir. Si Giselle no puede volver, debe ser usted quien vuelva a ella. Si, a pesar de todo, insiste en violar las leyes de la naturaleza, la física y de Dios, puede venir a visitarme en el lugar señalado en el mapa adjunto a esta nota. Sin más propósito que el descrito, me despido solemnemente de usted. 

Atentamente, 
Monsieur Talouc. 

P.D.: Dado que ni siquiera yo mismo puedo concretar en qué momento de la línea temporal alfa me encuentro, no estoy seguro de cuándo recibirá esta carta. Aún así, venga a visitarme tan pronto la reciba.”


Tarde, pero no demasiado. Gabriel recuperó una esperanza que parecía caída en el olvido. Su corazón volvió a palpitar al mismo ritmo que el de Giselle por unos instantes, asomándole al abismo de luz y oscuridad que son los viajes en el tiempo. 

El almacén viejo y abandonado en el que había sido citado seguía siendo viejo y abandonado. Sólo un loco o un genio podía vivir en un lugar así, y Monsieur Talouc tenía un poco de ambos. 
-¿Qué hace aquí? 
-Usted respondió a mis peticiones. Me pidió que viniera. 
-No lo recuerdo, ¿pero qué más da? Por favor, pase por aquí -dijo Monsieur Talouc mientras señalaba una montaña de chatarra con un intrincado sistema de cables. 
-¿Qué… qué va a hacer conmigo exactamente? 
-Le voy a enviar a otro tiempo, por supuesto. Es usted el primer voluntario que se presenta y, desde luego, no le voy a dejar marchar. 
-¿Es seguro? 
-Eso está por ver. Usted decide qué riesgos quiere tomar, aunque por su mirada puedo vislumbrar que esa decisión ya ha sido tomada. 
A pesar de todo, Gabriel se introdujo en la montaña de chatarra. Monsieur Talouc cerró una puertezuela en sus narices. 
-¿Adónde? 
-¿Perdón? 
-Disculpe, creo que he formulado mal la pregunta. ¿A cuándo? ¿El Renacimiento? ¿La Crucifixión? ¿La Era de los Dinosaurios? ¿Ayer? 
-Doce años, once meses y diez días atrás. 
Monsieur Talouc reguló algunos parámetros en una primitiva computadora y activó un pesado interruptor.

Luces y oscuridad, sueños y pesadillas, cosquillas y dolor. Gabriel no sabía muy bien lo que estaba ocurriendo, pero todo a su alrededor era cambiante y muy intenso. Unos crujidos le hicieron volver a la realidad. Algo iba mal y no se equivocaba. La montaña de chatarra se desplomó sobre él dejándole atrapado entre escombros. Pero entonces, apareció ella… 

Giselle irrumpió en el almacén gritando el nombre de Gabriel repetidamente. Y allí estaba él, moribundo, viendo su sueño cumplido de reencontrarse con su amada. Ya podía morir más que feliz, realizado. Y así lo hizo.

martes, 15 de junio de 2010

Tres deseos y un Apocalipsis

Los jóvenes somos gente extraña: pasamos media vida queriendo independizarnos y, cuando lo hacemos, convertimos nuestro hogar en una pocilga insalubre. Era el caso de Karl, estudiante afincado en Berlín y turista ocasional en Mallorca, como buen alemán.

Su recetario podía escribirse en una octavilla, la cuál hubiera perdido a los diez minutos en algún lugar recóndito de la montaña de deshechos que cubría su encimera. Cuando localizó los huevos veintitrés minutos más tarde de lo previsto para hacerse uno frito, se dio cuenta de que estaban caducados. ¿Suponía eso un problema? No para Karl.

Cogió el huevo que tenía más a mano y lo abrió sobre la sartén. De él, surgió un ser diminuto que saltó a un lado en cuanto notó el aceite ardiendo.
-¿Quién eres?
-Soy un genio -respondió el personajillo.
-¿Cómo surge un genio de un huevo?
-Dado cómo estaban los huevos, lo mínimo que te podía salir es un genio. Te sugiero que no abras el que estaba a mi derecha.
-Bueno, dime, ¿cómo te va la vida?
-Teniendo en cuenta que fui devorado por una gallina y encerrado en un huevo durante tres meses, no me puedo quejar. Pero no hablemos tanto de mí. Ya que me has liberado, debo concederte tres deseos.
-¿Sólo tres?
-¡Serás sinvergüenza! ¡Tres y ni uno más! Y te lo advierto, nada de deseos del estilo "quiero tener diez mil deseos más"...
-Está bien, está bien.. Veamos... ¡Ya lo tengo! ¡Quiero ser rico! ¡El hombre más rico del Mundo!
-Deseo concedido.
-¿Dónde está mi dinero?
-Ten paciencia, tus deseos se cumplirán cuando acabes de pedirlos. Vamos con el segundo.
-Estoy harto de esta cara de perro y este cuerpo escuchimizado. ¡Quiero ser el hombre más atractivo del Mundo!
-Deseo concedido. Vamos con el tercero.
-Dinero, belleza... ¿qué es lo que falta?
-¿Salud?
-¡No! ¡Una mujer! ¡Quiero a la mujer más bella del Mundo!
-Deseo concedido. Me tengo que ir, que los disfrutes.
-¿Adónde vas?
-A vivir aventuras por ahí hasta quedar atrapado y tener que esperar a que un mindungui como tú me rescate. Es mi trabajo.
El genio saltó al suelo y se marchó por una rendija en la pared.

Karl no parecía muy conforme. Comprobó su cuenta bancaria por Internet. Algo había cambiado. No sólo no era más rico, si no que le habían pasado el recibo de la luz y era 43,87 euros más pobre. Decepcionado, se dirigió al baño a mirarse en el espejo. Seguía siendo el mismo de siempre, pero con una nueva espinilla en la punta de la nariz. Pero eso no era todo. Sonó el timbre de su puerta. Abrió, no sin miedo. Al otro lado, le esperaba el mayor esperpento conocido por la raza humana.
-Parece que estamos solos tú y yo...
Karl salió al exterior y comprobó que así era. El resto de la humanidad había desaparecido de la faz de la tierra. Y así fue como Karl se convirtió en el hombre más rico del Mundo, el hombre más atractivo del Mundo y el hombre con la mujer más bella del Mundo. Sus deseos se habían cumplido.

domingo, 13 de junio de 2010

El hombre que seguía al Sol

Las primeras luces de la mañana iluminaban al joven leñador que, como era habitual en él, había madrugado para iniciar su dura jornada de trabajo. Los rayos del Sol acariciaban sus curtidos músculos haciéndole sentir una calidez que raramente podía sentir, pues la soledad había sido su elección. Ni amaba ni odiaba al resto del mundo, simplemente lo ignoraba. Su único contacto con otras personas era estrictamente comercial, cuando repartía haces de leña a aldeas vecinas.

Como cada mañana, dirigió su mirada a la cegadora luz que penetraba en sus ojos inundándolo en un mar de dudas. ¿De dónde venía aquella enorme bola de fuego? ¿Hacia dónde se dirigía cuando las estrellas aparecían en el firmamento? A pesar de ello, su única preocupación al final del día era poder contemplar al día siguiente el majestuoso espectáculo del amanecer.

Los robles y las encinas habían sido generosos aquel año, proporcionándole una más que considerable cantidad de leña y de una calidad excelente. Apenas habían pasado un par de horas y ya contaba con una cantidad de leña suficiente para poder regresar a su hogar, así podía dedicar el día a otros menesteres. Caminó a paso lento, contemplando la belleza de los bosques en esa época del año y canturreando melodías sin sentido que aligeraban la pesada carga que llevaba a sus espaldas.

Al final de aquel camino se encontraba su pequeña casa de madera. Él mismo la había construido, mejorándola y transformándola día a día. Era su particular proyecto inconcluso, propio de todos y cada uno de los seres humanos. Sabemos cuándo empieza, pero no sabemos cuándo acabará, pues realmente le ponemos tanto esfuerzo e ilusión que deseamos que su final jamás llegue. Por un instante, recordó el momento en el que empezó a construirla. Contaba con doce años de edad y fue por necesidad, pues sus padres murieron asesinados por unos bandidos. Pero ésa es otra historia, digna de ser contada en otro momento.

Colocó la leña en su montón, enorgulleciéndose de la abundante cantidad que había conseguido en tan poco tiempo. Comió unos huevos y algo de pan y no perdió la oportunidad de echarse una pequeña siesta disfrutando de la apacible brisa que se colaba por sus ventanas.

Despertó horas más tarde. El trabajo de los últimos días había hecho mella en él y su cuerpo necesitaba reposo. Realmente no creía que había perdido el tiempo, sino más bien lo contrario. El Sol aún brillaba en el cielo y no pensaba desaprovechar ese presente divino.

A un par de millas de allí se encontraba un lago al que raramente alguien se acercaba, a excepción de unos pocos pescadores que se dejaban ver los primeros días de mayo, coincidiendo con la festividad de la primavera de la aldea de Fangus. Tentado por un relajante baño, se acercó al lago. Recorrió el camino sin prisa alguna, con una permanente sonrisa en sus labios. El tiempo parecía haberse detenido. Una vez allí, comprobó que se encontraba solo ante aquel pequeño paraíso. Se despojó de sus gastadas ropas y se introdujo en el lago, saboreando todos y cada uno de los pasos que daba, dejándose cubrir lentamente. Dentro, parecía que las discretas corrientes de agua arrastraran su suciedad y sus problemas, llevándolos a lo más profundo.

Era la hora. El Sol empezaba a descender tras las montañas. Era un momento triste, incluso trágico. El joven se sentía frustrado por no poder alargar la compañía de su mejor y único amigo. Temía a la noche. Debía regresar a casa.

¿Cómo podía dormir con el mundo a oscuras ahí fuera? ¿Volvería a ver el amanecer? A pesar de sus dudas, logró conciliar el sueño y despertar para contemplar un nuevo día. Era viernes, y como cada viernes, debía dirigirse a Vistrel a hacer su reparto.

Vistrel era la más grande de las aldeas donde comerciaba, pero también la más alejada de su amado hogar. Sin embargo, valía la pena caminar tantas horas, pues eran muchos los aldeanos que utilizaban sus servicios además de ser los más generosos con sus propinas.

Era ya tarde cuando le entregó al señor Gaus, el último de sus clientes, su haz de leña. Volver a casa le parecía algo casi lejano. Inclinó su cabeza hacia arriba y miró al cielo. Y allí estaba él, brillante y seductor, invitándole a acompañarle en sus aventuras. El leñador no lo dudó. Dejó su hogar a sus espaldas y emprendió un nuevo camino. Qué importaba la leña, el lago o las ardillas. Una puerta se había abierto frente a él, aunque jamás cerró la que dejó tras de sí.

Nunca había llegado tan lejos. Un paso hacia adelante era un paso más alejado de todo aquello que conocía y un paso hacia la inquietante inmensidad de este mundo lleno de sorpresas. Caminaba tan rápido como sus piernas le permitían, pero su amigo corría a una velocidad inalcanzable.

Todo acto tiene consecuencias. Era el momento de enfrentarse a la oscuridad, pero era un precio ridículo que tenía que pagar por perseguir sus sueños. Estaba demasiado cansado para pensar y sin pensar no se puede tener miedo.

Y así fue como el leñador dejó el hacha a un lado para buscar lo que nunca había perdido y encontrar lo que nunca había esperado. Recorrió valles y montañas, ríos y puentes, bosques y desiertos, luz y oscuridad. Era un camino aparentemente infinito, pero el joven se dio cuenta de que se equivocaba.

Tras unas dunas apareció el mayor lago que sus ojos habían visto. Se trataba de la poderosa mar, hogar de criaturas con las que ni siquiera se había atrevido a soñar. Se deshizo de sus zapatos e introdujo los pies en el agua. Por primera vez en mucho tiempo, se detuvo a analizar la situación. ¿Hasta qué punto conseguiría llegar a nado? ¿Qué ocurriría cuando llegara la noche? De repente, sus pensamientos quedaron apartados por una misteriosa aparición.

De entre las aguas surgió una bella mujer de pelo largo completamente desnuda. La mujer miraba al cielo. El joven hizo lo mismo y comprendió quién era. Junto al Sol, navegaba en las pacíficas aguas del Universo la Dama de la Noche, radiante y espléndida. Ambos bajaron la mirada y contemplaron en el interior de sus ojos. La mujer que seguía a la Luna se acercó unos pasos hacia el joven y la oscuridad se hizo antes de hora. Sus labios rozaron los del joven hasta fundirse en el más dulce y misterioso beso jamás conocido. A medida que la luz del Sol se apagaba, la llama de la pasión se encendía iluminando el corazón de dos almas solitarias que habían dejado de serlo por unos instantes.

Los rayos del Sol volvieron tímidamente haciéndose cada vez más fuertes y poderosos. Los labios de los jóvenes se separaron. La mujer que seguía a la Luna prosiguió con su camino, pero el leñador se detuvo a disfrutar de ese nuevo amanecer. Sin mirar atrás, se introdujo en el agua y, armado de valor, se dirigió a su destino. No importaba si le llevaba al sufrimiento o a la muerte. La esperanza de reencontrarse con la hija de la Luna era el único combustible que necesitaba.


Nota del autor: Este relato ha sido publicado con anterioridad en el blog Escritores en la sombra, gracias a Carolina Márquez.

sábado, 12 de junio de 2010

La manzana prohibida

-Adán, tengo hambre.
-¿Y?
-Pues que me traigas algo de comer.
-Lo llevas claro.
-¡Nunca haces nada por mí!
-Bueno... Dime, ¿qué quieres?
-Una manzana.
-¿Seguro? ¿No prefieres una naranja? Las tengo aquí a mano.
-No, quiero una manzana.
-Está bien, pero me tienes que acompañar, no quiero ir solo.
-Vale.
-Eva, ¿recuerdas cuál era el manzano que nos prohibió Dios?
-Pues ahora mismo no me acuerdo. Pregunta por ahí.
-¿Por qué yo?
-Porque lo he pedido antes.
-No creo que eso funcione así. ¿Y a quién pregunto? Ningún animal habla, excepto aquella repugnante serpiente.
-Adán, no era una serpiente, era la Encarnación del Mal. Además, ahí hay un manzano. Quiero una de ésas.
-¿Cómo sabes que no es el manzano prohibido?
-Lo sé, y punto. Si preguntaras...
-Y dale...
-¿Qué miras?
-Tu cuerpo.
-Adán, no quiero alarmarte, pero tu cosita se está moviendo.
-¿Qué cosita?
-Esa de ahí abajo.
-¡Hostias! ¡Es verdad!
-¿No será un coágulo o algo peligroso?
-No creo. Oye, ¿no tenías hambre? ¿Por qué no me la chupas?
-¿El qué?
-La cosita.
-¿Por qué?
-Porque soy un hombre.
-¿Y porque seas un hombre tengo que obedecerte?
-No es eso. Es que, como hombre, creo que me gustará. Y la gente que se quiere hace cosas que le gustan a la otra persona. Porque nosotros nos queremos, ¿verdad?
-Sí, pero no te la voy a chupar.
-Entonces déjame metértela por ahí.
-¿Por dónde?
-Por ahí detrás.
-Adán, veo cómo va a acabar la conversación y desde ya te adelanto que con la oreja no hace falta que lo intentes. Dios nos dio unas instrucciones muy claras sobre qué hacer con nuestras cositas.
-Pues entonces vamos a hacerlo cómo Dios manda.
-Vale, pero primero quiero mi manzana.
-Mira, pero si está ahí la Encarnación del Mal.
-Podéis llamarme Encarna.
-¿No será éste el manzano prohibido?
-No.

-Adán, tenías un Paraíso en tus manos, una mujer desnuda y un mundo de maravillas. Y aún así, lo echaste a perder.
-¿Yo? ¡Pero si fuiste tú quien quería la manzana!
-Cómo te gusta hacerme sufrir...
-Condenados toda la Eternidad y yo sin echar un polvo...

viernes, 11 de junio de 2010

El monstruo alérgico

Stoo era un monstruo como los demás: grande, peludo y con una cantidad dramática de dientes, pero algo le diferenciaba de los otros, era alérgico a la carne humana. Este hecho particular le brindó una triste infancia y una deprimente y casi suicida adolescencia. Sus compañeros de colegio le hacían bullying y nunca encajó del todo en el círculo social monstruoso.

Su presencia pasaba inadvertida en el barrio. Todos le conocían y raro era el día en que no se le acercaba un niño o dos a acariciarle el lomo. Iba a comprar el pan, a clases de yoga, a pasear el perro (de cuya carne no era alérgico, pero poco importaba, porque todo el mundo sabe que los monstruos no comen perros), a pastar césped en el parque...

Stoo vivía en un pequeño apartamento junto a sus dos compañeros de piso, Jimmy y Timmy, pésimos estudiantes, pero expertos juerguistas. Cada día, cuando volvían de la facultad, se encontraban la cena preparada con todo el amor del mundo. Incluso le perdonaban el hecho de encontrar siempre flotando en sus sopas algún que otro pelo que eliminaban furtivamente cuando Stoo no miraba.

Un buen día, Jimmy volvió llorando a casa.
-Jimmy, ¿qué ocurre? -preguntó Stoo.
-Mi novia. Me ha dejado -respondió Jimmy.
-¿Cómo ha sido? Cuéntale al pequeño Stoo.
-Estábamos tomando un café cuando se confesó. Me ha engañado con Kimmy.
-¿Con Timmy?
-¡No! ¡Por el amor de Dios! ¡Con Kimmy!
-¿Y quién es Kimmy?
-No le conoces. No se parece en nada a Timmy.
-Jimmy...
-No, no... Kimmy.
-No, que digo, Jimmy, escúchame. No te preocupes. Hay más mujeres en el mundo. Algún día encontrarás el amor de tu vida. Palabra de Stoo.
-Gracias, no sé qué haríamos sin ti.
En ese momento, Timmy volvió a casa.
-Jimmy, ¿qué ocurre? -preguntó Timmy.
-Mi novia me ha dejado. Me ha estado engañando con Kimmy -respondió Jimmy con los ojos llorosos.
-Lo siento.

Lo que Stoo no sabía era que realmente no era alérgico a la carne humana. Nunca lo fue. Su monstruoso doctor le dio un diagnóstico erróneo. Y lo descubrió cuando una lágrima de Jimmy cayó sobre su piel y nada ocurrió. Un nuevo mundo se abrió ante el monstruo. Mordió a Jimmy en la yugular hasta desangrarlo, arrancó el corazón a Timmy, devoró a ambos, salió al pasillo, se comió a la vecina y a su tedioso hijo (uno de los que le acariciaban el lomo), salió a la calle, se comió a Kimmy, quien eligió un mal momento para salir a pasear, se comió al panadero, al cartero, al guardia urbano y, básicamente, a cualquier cliché profesional que se cruzó en su camino.

Stoo estaba lleno. Había descubierto la carne y la dulce, dulce sangre humana. Por primera vez, sintió amor verdadero. Amor por su perro (monstruo, sí, pero con sentimientos) y amor por el sabor de todo lo que se había perdido. Stoo era feliz y su felicidad se prolongó hasta el final de sus días, cuando murió de viejo y completamente saciado.

jueves, 10 de junio de 2010

La monja violadora de reptiles

En todo rebaño que se precie existe la figura de la oveja negra, la oveja descarriada, la marginada, la incomprendida. Era el caso de Sor Dolores, también conocida por aquellos lares como Lolita o la monja violadora de reptiles, apodo harto injusto, ya que su peculiar afición zoofílica se centraba más bien en anfibios, pero qué se puede esperar de una comarca donde lo más parecido a un profesor de ciencias naturales era el cabrero.

El Monasterio de San Patrocinio se alzaba en lo alto de un bonito pero irregular prado repleto de margaritas y narcisos, muy a lo “Sonrisas y lágrimas”, pero sin una Julie Andrews espitosa danzando y cantando poseída por el espíritu de la golosina. Estaba gobernado por una Madre Superiora que guardaría cierta semejanza con Adolf Hitler si tuviera menos bigote.

Lolita entró en el despacho de la Madre Superiora ataviada con unas botas altas, una falda de vinilo negro y un top ajustado dejando poco o nada a la imaginación. Sin saber muy bien de dónde, sacó un cigarrillo y lo encendió, lanzando el humo de la primera calada a la cara de la Madre Superiora.
-Aquí no se puede fumar -dijo la monja.
-Lo siento.
Lolita tiró el cigarro al suelo y lo apagó con la punta del tacón de una de sus botas.
-¿Podría repetirme por qué debería aceptarla?
-No tengo adónde ir. Quiero dejar mi vida atrás.
-No será fácil, empezando por el voto de silencio o el de castidad…
-Ya me he cansado de los hombres. Créame, las he visto de todos los tamaños, formas y colores y, de verdad, no me quedo con ninguna.
-¿Promete no volver a hablar del tema? De hecho, ¿promete no volver a hablar?
-Lo prometo.
-Puede que me arrepienta de esta decisión todo lo que me quede de vida, pero está dentro.
Ésta fue la carta de presentación de Sor Dolores, presagiando lo que estaba por venir.

Lolita, ya con su uniforme oficial de frígida, se adaptó rápidamente al monasterio. Las demás hermanas parecían contentas con ella e, incluso, empezó a dibujárseles algo poco visto en San Patrocinio, una sonrisa. Pero la Madre Superiora tenía sus dudas y no pudo dejar de espiarla a través de una rendija en la pared. Lo que vio la hubiera enmudecido si hubiera podido estar hablando. Lolita estaba restregándose un sapo por sus partes íntimas de manera lujuriosa. Fue llamada rápidamente al despacho.
-¿Qué sucede? Ahora no es buen momento…
-Has pecado -interrumpió la Madre Superiora-. He visto lo que hacías con el sapo y debo añadir que es lo más repugnante que he visto en mi vida. Me arrancaría los ojos si no fuera pecado.
-Déjeme explicarme. Hablemos claro, ya que follar está prohibido y mi libido por las nubes, tenía que hacer algo para poder dormir.
-La masturbación también es pecado.
-Técnicamente, no me estaba masturbando. Ni teniendo sexo. Era una pequeña trampita a los ojos de Dios.
-A Dios no se le puede hacer trampas. Él lo ve todo.
-Estoy segura entonces de que habrá disfrutado del espectáculo. Al fin y al cabo, es un hombre.
-No lo vuelva a hacer, por favor. Pero, sólo por curiosidad pecaminosa, ¿qué ha sentido?
-Imagine el olor de una rosa por la mañana con sus gotas de rocío. Imagine el sabor de un pedazo de pan recién sacado del horno. Imagine la melodía de su canción favorita. Imagine todo eso a la vez y multiplicado por todas las veces que se ha preguntado qué se siente.
La Madre Superiora tragó saliva. Una vez Lolita había vuelto a su celda, la Madre Superiora empezó a plantearse lo implanteable. Craso error. Murió al día siguiente por el veneno de un batracio no apto para el consumo autoamatorio.

Muerto el perro, se acabó la rabia. San Patrocinio se convirtió en el hogar de unas mujeres, más que monjas, felices y satisfechas. No sólo fueron los sapos psicotrópicos, si no que más tarde llegó el lesbianismo, el amor y la lujuria en el estado más salvaje conocido. Y sí, Dios nunca más tuvo que pagar por porno.


Nota del autor: Éste es un relato de ficción y, bajo ningún concepto, se recomienda la zoofilia ni el restriegue de batracios varios por zonas íntimas. Podría ser peligroso para la persona y nada ético para el animal.